Por Ángela Irene
Encantada ante los barrotes de tu jaula, me quedé aguantando el azote de tus palmas frías. Como pájaro que no ve el amanecer, viví la oscuridad aguardando tu regreso, y entre tanto, saqué lustre a los zapatos con que me pisabas, besé los golpes que me dejaban tus palabras, limpié las heridas de tus noches de ausencia. Pensé que mis plumas habían perdido su brillo, y entonces me peiné para que me quisieras más hermosa. Canté las palabras que de tu boca me había aprendido de memoria, y me empeciné en cubrir tus noches, en ser manta tibia para cuando tiritabas. Creyéndome dueña de mis prisiones, en un acto inconsciente de omnipotencia, luché por apaciguar tus miedos, por enseñarte que mi corazón era tan tuyo que lo podías usar de lumbre. Deseé tener potestad sobre tus lágrimas, para asegurarme que no derramaras ríos incansables de tristeza. Aguardé, entre polvo y metal, que volvieras a la jaula (esa que yo llamaba nido) abrieras la puerta, y me invitaras, con un aleteo, a conocer el firmamento. No entendía que la jaula, por más de ser de oro, seguía siendo una prisión incomprendida, donde los papeles de propiedad te habían convencido de que tu pájaro jamás saldría a volar, no importaba el tiempo perdido entre los barrotes solitarios. Y entonces me di cuenta que quisiste hacerme la Penélope de tu historia de Ulises, que me hiciste creer que mis pensamientos era histéricos, que mis lágrimas delirantes, que mi silencio aburrido. Me creí esa mentira amor, porque al aceptar la culpa, podía elegir la jaula como santuario de redención. A tiempo entendí, que yo solo era un pájaro amarrado en una prisión que nunca debió ser mía. No pude terminar de volcar mi energía en construir un mañana, porque elegiste ponerme un manto encima, negarme el amanecer y así, obligarme a permanecer en silencio. Jamás supiste que desde la desesperación, había hecho agujeros en el velo que cubría mi prisión, y había encontrado la luz que se filtraba por la ventana. Por fin, había aprendido que la noche no era eterna. Fue entonces que el ansia de la libertad y de poseer el azul del cielo, hizo evidente que el pizco de tu jaula no eran aliciente suficiente para elegir quedarse.
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