La actriz me mordió los hombros mientras me zarandeaba. Arriba de mí, una luz roja iluminaba la escena, mezclándose con el color de las paredes y de la sábana que me envolvían. La habitación, sucia y a poca luz, parecía ser el escenario perfecto de la batalla silenciosa que en ese momento guardaba conmigo misma.
El sonidista acercó el micrófono a la escena. Boca arriba, era todo lo que alcanzaba a ver. Las figuras que la humedad había dejado en el techo, en mi imaginación ya eran caras que observaban, de manera intrusiva y lasciva, la escena lésbica que me había impuesto a grabar. Y por más que quisiera fundirme en el negro de la ceguera, el frío del colchón y el dolor de los rasguños me devolvían a la realidad. La realidad de ser, por unos instantes, un cuerpo útil.
Él me miraba desde una esquina. Impávido y quieto, me observaba como si la realidad fuera distinta, como si yo fuera otro cuerpo, y no el de su amada. Mi miraba con tristeza, con ternura, con compasión, pero sobretodo con miedo. De alguna u otra forma, parecía entender que después de aquello, ya no había vuelta atrás.
Yo había elegido esa escena. Yo había puesto mi cuerpo en esa situación. Yo renunciaba ahora a gritar y pedir que todo parara. Lo que había hecho de manera inconsciente, ahora se convertía en el acto simbólico del sacrificio por amor. La profanación de mi cuerpo, a la vez que agonía, era un recordatorio tangible de la renuncia, de la sumisión, del doblegamiento. Era, al igual que los suicidas, la forma de hacer material mi dolor.
Y aunque eso lo tenía claro, no aguanté la ternura de su mirada. Cerré los ojos y me dejé envolver por la ceguera. Estaba segura de que en mi rostro no había lágrimas, porque el dolor toma muchas caras y nunca es solo tristeza. El dolor es vergüenza, rabia, traición y desgaste. El dolor es quedarte con la mano extendida. El dolor es sentir las palabras en lejanía. El dolor es no ver correspondida tu mirada. El dolor es el frío de la piel desnuda ante un abrazo que no llega a ofrecerse.
Vi por el rabillo del ojo como el director de fotografía le hacía señas al camarógrafo para que la cámara enfocara desde otra dirección. El camarógrafo lo obedeció en silencio, moviéndose a paso lento. Para ese momento, las caricias se habían vuelto lamidas y besos no deseados. La pintura de mi cuerpo empezaba a cuartearse, y el maquillaje se corría bajo los dedos intrusos. La cámara, a mi lado, pasaba lento. Los movimientos fueron en aumento y, lo que al inicio había sido una masturbación con un cuerpo inmóvil, se convirtió en un acto salvaje de destrucción e impotencia. Sus labios en mi boca cerrada. Sus uñas en mi piel inerte. Sus manos demandantes en mis muslos.
Yo permanecía callada. Él permanecía quieto. El resto del mundo apenas sabía lo que pasaba en ese cuarto rojo.
Cuando gritaron “¡corten!” mi mente estaba ya muy lejos. La grabación se detuvo y las personas, que hasta entonces habían parecido congeladas, se movieron.
Poco a poco, todos fueron saliendo.
Él se fue corriendo de la habitación, dando indicaciones para la siguiente toma.
La habitación se vació y yo me quedé sola en la cama, acurrucada en mí misma, asqueada de la escena, la soledad y el frío.
Él no estaba.
Él no iba a estar.
Aunque su mirada era de agonía, él no había venido conmigo.
Me levanté y salí de la habitación. Nadie me esperaba el pasillo. Despacio, como si estuviera ganando tiempo, recogí mis cosas y me vestí.
Me marché como se marchan los transeúntes. Sin decir palabra, con el ruido sordo de las pisadas. Cuando él preguntó por mí, yo ya estaba muy lejos, en otro sitio y en otra vida.
Este relato, para mí, fue la conjugación de todo lo que me dolía.
Fue más allá de una escena: fue el derrumbe de mis límites
y la tristeza de sentirse tan poco querida.
Por eso tal vez lo siento tan personal, tan herido, tan furibundo.
Por eso, tal vez, es uno de los pedazos más tristes de mí.
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